La pitada



Camilo José Cela Conde / Diario de Mallorca

En general huyo de los salones náuticos. Visitarlos equivale a ponerte los dientes largos, salvo que te dé por comprar un jamón. Será por eso que en el salón náutico de Barcelona el tenderete que más vendía era el de los jamones serranos. Hace siglos, la feria de Londres en Earl’s Court era una cita obligada pero eso sucedía cuando aún me rondaba la ilusión de vivir en un velero. Luego la vida, como decía John Lennon, hace que mientras desgranas los proyectos te pasen otras cosas.

Por suerte, el salón náutico de Palma —que no sé si se llama así de forma oficial— es distinto. Está como quien dice en el barrio, te encuentras a los amigos a cada paso y no venden jamones. Merece la pena acercarse a dar un paseo por allí e incluso pagar los seis euros de la entrada —doce, si vas acompañado— por más que ni con la crisis por medio haya forma de encontrar embarcaciones a un precio sensato. Y no sólo porque los fabricantes pidan mucho dinero, que lo piden, sino a causa de la nefasta administración estatal con la que contamos, azote no sólo de las personas con sentido común sino también de los locos que quieren comprarse una barca. Si eligen una más de ocho metros, la hacienda pública les saltará a la yugular con el mismo ánimo que un vampiro y parecidas consecuencias.  
Al 18% del impuesto del valor añadido se le suma el atraco a mano armada de una tasa arbitraria: la de matriculación. Un doce por ciento que, con el del IVA, alcanza el 30. Casi un tercio del precio original de la embarcación.

Como es del todo natural, ni en Italia ni en Francia, que son los dos países que compiten con nosotros por el mercado náutico, se da un disparate así. Es cosa de preguntarse, pues, qué dolencia mental afecta a nuestras autoridades y cae sobre las espaldas al cabo de todo el que quieta tener una barca de más de ocho metros. No será la codicia patológica porque lo único que se consigue con eso es desanimar a los compradores. Los datos que da la propia Agencia tributaria de las matriculaciones en el último quinquenio indican una caída constante en la cantidad que se recauda gracias a la tasa infame. De los 48,35 millones de euros en 2006, cifra que no está nada mal, a los 14,84 del año pasado. Dicho de otro modo, se ha perdido el 70% de lo que se cobraba. Genialidad impositiva se llama esa figura añadida a cualquier otro de los disparates ministeriales que nos abruman gracias al gobierno que tenemos en España.

Menos barcos vendidos suponen menos accesorios, menos atraques, menos tareas de mantenimiento y, en general, muchas menos oportunidades para ganarse la vida en las numerosas parcelas relacionadas con la náutica. Da el pálpito de que Zapatero y sus muchachos están matando la gallina de los huevos de oro para comerse los desperdicios, convicción que ha llevado a que en el salón náutico de Palma, a la hora del Ángelus, la mayoría de las barcas allí presentes y buena parte de quienes iban a pie pero tenían una bocina a mano diesen una pitada sonora como derecho al pataleo contra las imposiciones estúpidas (si se toma en cuenta el descenso en lo que se recauda) y arbitrarias (habida cuenta del caso que se hace al sector náutico). Qué pena que eso no vaya a servir en la práctica de nada. De lo que se trata es de pasar página cuanto antes y, para lograrlo, las pitadas tienen poco efecto. Hay que tomar medidas, haciendo uso de los privilegios que concede la ciudadanía, más sensatas.